Hoy celebramos el sábado de la segunda semana de Cuaresma. Para mí, suele ser la más difícil porque la novedad de mis ayunos se ha terminado y me empiezo a sentir menos y menos emocionada sobre la invitación del Padre a sanar mi corazón y crecer en libertad. Cuando llegan los domingos, en vez de celebrar y tomar una pausa de las prácticas de la Cuaresma, me siento desmotivada, molesta o como si tuviera que justificar mis fallas. Gracias a Dios, el Evangelio de hoy me reorienta la vista una vez más a Su bondad.
El Evangelio de hoy cuenta sobre el hijo pródigo. Lo he escuchado tantas veces que a primera vista me repito toda la parábola sin meditar en su mensaje… Un hijo mayor que pide que le den su parte de la herencia y la gasta completamente. Él regresa y, en vez de enojarse, su papá le hace una fiesta. El hermano menor se siente, en parte, abandonado por él aunque nunca se largó de la casa. ¿La moraleja de la historia? El Padre es Dios y siempre nos perdona. Pero cuando paré y tomé inventario de mi corazón, me di cuenta de que decía que ya “conocía este Evangelio perfectamente” era en parte porque me incomodaba. Por la gracia de Dios, siempre he practicado mi fé; nunca he “botado mi herencia” pero si la he rechazado en mi corazón como el hermano mayor.
El padre dice, “Pero era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado” (Lucas 15:31-32). Era necesario, o mejor dicho, es necesario. Mientras va pasando la Cuaresma, es fácil ver nuestros corazones y desanimarnos o comprarnos con otros. “Por lo menos yo voy a misa”, “¿De verdad importa que haga esta penitencia?”, “Honestamente no estoy tan mal como otros”, “Sería más fácil hacer esto si otros no lo hicieran tan difícil”... todas estas voces son del enemigo, hermana.
Partes de nuestro corazón pueden estar como el hermano menor: necesitando misericordia y luego aceptándola, pero otras pueden estar como el hermano mayor: endurecidas por el orgullo. No vemos las partes difíciles en nuestros corazones donde nos tenemos que arrepentir y cómo eso nos moverá a regocijarnos. Existe la tentación de seguir atadas a nuestra falta de esperanza y ni darnos cuenta de que nosotras tampoco somos perfectas. Cuando me pongo en oración, me doy cuenta de que sólo así podré regocijarme por otros- incluso a los que percibo como obstáculos a mi santidad. Sólo así puedo ver mis penitencias como una invitación a una intimidad y libertad más profunda… y no un deber.
Para mí, lo más impactante es que no sepamos si el hermano mayor entró a la fiesta… quedamos en suspenso. Aunque el padre le dice que es necesario celebrar el regreso de su hermano, no sabemos si tomó el paso (Lucas 15:31-32). Hoy nosotras tenemos la misma invitación, hermana. Todo lo del Padre es de nosotras, incluyendo la fiesta.
Entonces te pregunto, ¿Vas a la fiesta?
// Joanna Valencia nació en Venezuela y se crió en Miami donde aprendió a hablar “fluent Spanglish”. Conoció a sus dos mejores amigas, Santa Teresita de Jesús y Santa Faustina, durante una misión en Haití y desde ese entonces su vida cambió. En el 2023 renunció a su trabajo para servir como misionera católica en la Isla de Santos y de los Sabios.